En serio, ¿por qué?
¿Por qué nos empeñamos en hacer las
cosas tan difíciles?
¿Por qué nos empeñamos en generar
normativas creadas para obligar y prohibir en lugar de fomentar
aquello que supuestamente las motiva?
Llamadme iluso, llamadme utópico,
llamadme crítico, pero cada día estoy más convencido de que las
normativas se alejan irremediablemente de la realidad hasta dejar de
ser útiles e incluso convertirse en contraproducentes. Un
despropósito tras otro que lo único que consiguen es allanar el
camino a quienes se basan en la ilegalidad como medio de vida,
mientras aquellos idealistas o responsables profesionales que aún
creemos en hacer las cosas bien por el simple hecho de aportar algo
al conjunto, nos quemamos en laberintos legales irresolubles.
Laberintos incomprensibles plagados de
erráticos caminos sin salida, donde además las pocas señales de
orientación que nos alientan, no hacen sino confundir aún más al
sufrido viajero. Ese viajero que llega a aburrirse de una mesa
pública a otra, mientras los cambiantes y ajenos enfoques desde los
que interpretar la ambigua normativa, siguen impasibles en sus
acomodados sillones para favorecer exclusivamente a quienes gozan del
respaldo adecuado.
Lo siento, pero no logro entender que
no haya profesionales realistas y conocedores del mercado actual,
capaces de mediar entre el caos para establecer unas reglas del juego
prácticas, coherentes y eficaces. No. En lugar de eso, se centran en
redactar más y más ininteligibles textos cuyos objetivos
principales no hacen sino contradecirse reiteradamente bajo el
deleite del más político uso de las palabras.
En España no funcionamos por
obligación, y dudo mucho que ocurra en ningún lugar del mundo. Me
creo que funcionemos por aquello de aparentar ser mejores, por
ambición, por conveniencia o por moda, pero no por obligación; y
desde luego, confío en que no acabemos por funcionar por miedo. No
me gustaría formar parte de una sociedad comandada por el miedo. Ya
estamos sufriendo los resultados de ser dirigidos por la desidia, la
ineptitud y la teorización extrema. No me quiero imaginar, lo que
podríamos obtener del pánico, el temor y el instinto de
supervivencia más animal.
No nos engañemos, no sale nada bueno
de alguien que decide olvidarlo todo para centrarse exclusivamente en
que algo concreto no le pase, en lugar de emplear todos sus sentidos
en alcanzar el camino hacia aquello que realmente ansía o desea.
Me entristece enormemente descubrir
cómo, cada vez con mayor frecuencia, el desempeño de nuestro
trabajo se centra en intentar convencer al sistema de que algo bueno,
puede llegar a ser adecuado. De que no necesariamente hemos venido a
engañarlos. De que no somos unos delincuentes. Dedicar las horas a
encontrar el enrevesado camino que la ley parece no acabar de
prohibir. Esquivar las aberraciones que nos asaltan cual astas de
toro embravecido, sin por ello caer en la resignación. Sin por ello
renunciar a intentar hacerlo bien. Sin por ello rendirnos y formar
parte del estado del malfacer en que hemos decidido convertir el
ejercicio de nuestra profesión.
¿Qué sentido tiene formar a la gente
si luego no nos fiamos de dejarlos ejercer?
¿Dónde han quedado la pasión, la
coherencia, la sensatez, la ilusión por avanzar, la innovación, el
derecho a equivocarse por una buena causa, el deber de intentar
mejorar; en definitiva, el sentido de la responsabilidad profesional?
Imagino que atrapados en alguna de las
múltiples normativas cuyos complejos enunciados alardean de la
holística búsqueda de la potenciación de la igualdad y el libre
mercado profesional sostenible.
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