A raíz del debate generado la pasada
semana en redes sociales, me gustaría retomar este aspecto tan
importante de la arquitectura actual. La vivienda familiar, entendida
como máximo referente del concepto de hogar en nuestra sociedad, se
ha convertido en una inversión casi obligada, asociada a la idea del
bienestar, y condicionada a toda una vida de sacrificios económicos.
Sin embargo, esta longevidad derivada
de la exagerada cuantía en que se valoran, contrasta enormemente con
el núcleo familiar que caracteriza nuestra sociedad. Un ente tan
cambiante como este, requiere en principio un espacio lo más
flexible posible para permitir adaptarnos a dichas demandas
variables.
Tradicionalmente, la vivienda ha sido
y, probablemente será, un bien muy codiciado. La inversión
inmobiliaria ha marcado una etapa en nuestro país, hasta el punto de
lograr que los precios alcanzaran cotas insospechadas, fruto de una
lamentable e insostenible especulación. Más allá de centrar el
debate en la ética económica, si es que esta existe, considero más
interesante concentrarnos en la parte más arquitectónica de este
conflicto. Partimos de una base indudable, una vivienda es una
necesidad inalienable del ser humano, por no decir un auténtico
derecho. Dicho esto, ¿quién nos impuso que este derecho tuviese que
hacerse realidad a través de la fórmula de la propiedad? ¿En qué
momento se descartó la opción del alquiler? ¿Cuándo se planteó
que la vivienda debía ser un bien a conservar toda la vida?
Estas preguntas tan retóricas y
complejas, esconden tras de sí un mismo planteamiento profesional:
la vivienda surge a partir de las necesidades funcionales de las
personas. Nuestra sociedad se organiza en base a núcleos familiares,
quienes por lógica tienden a cohabitar bajo un mismo techo, siempre
que la economía y las circunstancias particulares lo permiten. Más
allá de esta máxima indiscutible, me da pena descubrir cómo hemos
silenciado el posible debate hasta el punto de asumir como única
opción a barajar, la actual. Comprar una vivienda, nuestra única
vivienda.
Pues bien, como profesional, no puedo
sino poner en crisis esta afirmación. Pues siendo pragmático, lo
primero que me veo obligado a analizar es la idiosincrasia del núcleo
familiar que nos caracteriza. La evolución más común hoy día,
parte de un núcleo habitacional donde nuestros padres nos crían y
educan para que podamos, llegado el momento, crear nuestro propio
camino. Este salto personal, se suele materializar cuando finalizada
la formación y encontrada una cierta estabilidad económica, nuestra
inevitable ansiedad por abandonar la vivienda familiar y emanciparnos
junto a nuestra nueva familia, nos sitúa irremediablemente frente a
nuestra primera gran decisión. ¿Dónde y cómo vivir?
Por lo general, es en este momento
cuando el alquiler hace su aparición en nuestras vidas como
alternativa factible a una necesidad imposible de afrontar. De este
modo transcurren los años, mientras nuestros esfuerzos y
preocupaciones giran en cierto modo en torno a la posibilidad de
adquirir un inmueble propio en el cual formalizar una familia. Hitos
como la boda o el nacimiento de un hijo suelen ser los detonantes más
frecuente para que las precarias familias se acaben adentrando en
esta nueva etapa. Hipotecas a cuarenta o cincuenta años se erigen en
las grandes salvadoras de nuestra existencia al permitirnos disfrutar
al fin de nuestro ansiado tesoro.
Sin embargo, y lejos de alimentar
debate alguno acerca del sector bancario de nuestro país, me permito
el lujo de analizar objetivamente esta arriesgada inversión. Como
jóvenes recién independizados y en situación inestable, no podemos
evitar ser coherentes y realistas, adquiriendo un inmueble humilde y
acorde a una realidad indiscutible, así como una previsión de
futuro estándar. Esto nos lleva directamente hacia una vivienda de
entre dos y tres dormitorios, en un barrio cercano a aquello
conocido, nuestro trabajo actual o una zona de reciente expansión y
precios aún por expandir. Hasta aquí todo normal. Pero ha llegado
el momento de preguntarnos más allá. ¿Es posible que esa vivienda
adquirida con escasos treinta años, pueda darnos un servicio
apropiado durante más de diez o quince años? Mi respuesta es, sin
duda, que no. Me explico. Los diez primeros años, deberían estar
caracterizados por el aumento de la familia mediante la llegada de
niños a la pareja original. Independientemente del número que
considere cada familia como límite, los primeros años son
relativamente fáciles de resolver con poco espacio, pues la infancia
nos permite aún compartir espacios. Pese a todo, hay una regla
fundamental, conforme mayor sea un espacio, mayor será el material
que almacenaremos en él. Esto quiere decir, que una vivienda de tres
dormitorios para una pareja joven, puede resultar excesiva, sin
embargo, dado que la tenemos ahí, acabamos adaptándonos a esta
realidad a base de ocupar más espacio. En otras palabras, nos
malacostumbramos gracias a la amplitud de nuestra gran adquisición.
Desde el momento en que esa pareja incorpora un nuevo inquilino a sus
vidas, se ve obligada a renunciar a alguna de sus caprichosas
mejoras. Según en qué casos, este cambio puede resultar incluso
sencillo. No obstante, el paso del tiempo no hace sino empeorar una
situación que ya surge lastrada. Mientras más se expanda la
familia, o sus miembros, más pequeño e inapropiado resultará el
espacio habitable seleccionado. Una vivienda que podría ser
considerada como demasiado grande originalmente, llegará
inevitablemente a un punto de inflexión en el cual la consideremos
demasiado pequeña.
Afortunadamente, toda duda surgida en
torno a nuestro hogar es fácilmente acallada ante la evidencia. El
periodo vital transcurre mucho más rápido que el avance económico
asociado a él. Por ello, nos veremos obligados a adaptarnos a la
vivienda que compramos en su día. Segunda vez en que nos
malacostumbramos. Una vez más, es la familia la que se adapta a la
vivienda y no al revés. Este planteamiento, tan común,
arquitectónicamente hablando se trata de una aberración
anti-natura, equiparable a que fuese el vehículo propio el
que nos dijera a dónde y cuándo ir.
No contentos con esta gráfica tan
negativa, la vida nos sorprende con un nuevo y feliz punto de
inflexión en nuestras vidas. Nuestros hijos, por una razón o por
otra, deciden que ha llegado su momento de volar y encontrar sus
propias oportunidades. De este modo, casi sin darnos cuenta, aparece
ante nosotros un problema denominado como síndrome del nido vacío.
Arquitectónicamente sería traducido como que la familia se ve
reducida drásticamente, lo cual desemboca en una nueva adaptación
espacial que tiende a aprovechar los espacios anteriormente
destinados a los hijos. Una sutil y silenciosa reconquista en la que
nos apropiamos nuevamente de aquellos lujosos espacios a los que
debimos renunciar en su momento, pero sin hacerlo abiertamente, pues
el cariño hacia nuestros hijos y la eterna esperanza de que vuelvan
nos impide realizar una reforma integral. Tercer gran error.
Por si todo esto fuera poco, ahora nos
encontramos ante una nueva realidad, aún más cruel si cabe.
Nuestros hijos, ahogados por la crisis, acaban retrocediendo hasta
desembocar nuevamente en la vivienda de sus padres que un día
abandonaron. Es entonces cuando se encuentran espacios anclados en un
pasado casi olvidado, donde la falta de decisión tiende a mostrar
una impersonalidad preocupante. Todo ello acrecentado ante las nuevas
necesidades evidentes que acompañan a este adulto obligado a vivir
en un contexto de tipo adolescente. Este problema podría ser
aparentemente fácil de resolver, pero no hay que olvidar que una de
las causas más probables a tal despropósito es la escasez
económica. Por tanto, afrontar una reforma, por pequeña que sea, no
parece del todo aconsejable. Una vez más, la vivienda se erige en
monolito infranqueable, condicionando a sus usuarios. Cuarto error.
Como toda etapa vital, tiene un inicio
y un final. Llegará el momento de que se inviertan las tornas y los
hijos retomen su camino original. Segundo asalto de un combate ya
conocido. Eso sí, ahora las dudas propias de todo padre, ya no son
infundadas, sino más bien sufridas, confirmadas y repetibles. Quinto
error.
El ocaso de nuestras vidas, suele estar
condicionado a una pérdida inevitable de facultades, que salvo
rarísimas excepciones, habrá sido difícilmente prevista por
aquella pobre y precaria “parejita” que invirtió toda su ilusión
en la vivienda de sus sueños. Nuestras necesidades, nos hablan ahora
de espacios pequeños pero muy funcionales, donde las distancias se
acortan y las prioridades se invierten. Cada metro cuadrado de más
se traduce en un dinero del cual ya no disponemos, ni podemos
generar. Las reformas, ya no dependen de nosotros, sino de nuestros
hijos. Las mejoras de accesibilidad pueden llegar a ser inviables,
muy costosas o incluso desconocidas. La limpieza, un arduo trabajo
difícil de abarcar. Sexto error.
Ante lo cual surgen dos opciones: por
un lado que alguno de los hijos se traslade a la vivienda familiar
para cuidar de sus padres (auténtico paradigma del despropósito
arquitectónico), por otro lado, encontramos la alternativa de la
residencia para ancianos. Un gasto extra, a sumar a la hipoteca de
esa antigua e inútil vivienda que ninguno de los hijos quiere. Pese
a todo, hay que terminar de pagarla. Así que habrá que duplicar los
gastos. Séptimo error.
Por último, y en la peor de las
circunstancias (desgraciadamente inevitable) los padres encuentran el
fin a sus vidas, dejando en herencia a sus hijos el inmueble
originalmente adquirido. Esto conlleva unos gastos por transmisión y
plusvalías que se traducen en volver a pagar por un inmueble que
probablemente no llegue a tener algún valor inmobiliario para esa
familia, y lo que es peor, en raras ocasiones se plantea como
alternativa para quienes ya han comenzado su propio camino a través
de una maravillosa vivienda recién adquirida. Octavo error.
Pero bueno, esta vez sí, esta vez será
diferente. No cometeremos el mismo error. Nosotros vamos a elegir
mejor que ellos. Haremos todo lo posible para vender en diez años y
mudarnos a una vivienda mejor. Noveno error. Las crisis son tan
cíclicas como imprevisibles. No siempre se encuentra el momento
idóneo para vender sin perder dinero. Además, si es buen momento
para vender es que es mal momento para comprar. Lo cual nos lleva a
la imposibilidad del cambio.
Con todo ello, cometo el último y
definitivo error, pretender cambiar las cosas desde mi humilde
opinión. ¿Quién soy yo para decirle a nadie lo que debe hacer? Si
deben equivocarse o no. Si quieren vivir en una vivienda o en otra.
Décimo error.
Confío en que sean la excepción que
confirma toda regla y encuentren la solución arquitectónica más
apropiada o el bienestar económico necesario para acometer las
reformas que podrían acallar las deficiencias asociadas a cada una
de estas etapas, pues independientemente de la decisión que nos
acompañe, algo debemos tener claro, la arquitectura es tan sólo una
herramienta a través de la cual encontrar la habitación que mejor
se adapte a nosotros, nunca al revés. Todo lo que se aleje de este
principio, deberá ser entendido como una situación de emergencia
inevitable.
Es por ello que todos y cada uno de los
mal denominados errores, podrían ser protagonistas exclusivos de un
artículo crítico elaborado, y deberán ser objeto de estudio por
nuestro sector como ámbitos de oportunidad de mejora. De hecho, será
a lo largo de los próximos post cuando se desarrollen estos
interesantes aspectos en detalle. Sea como fuere, más allá de lo
acertado o no de la realidad, no cabe duda que la arquitectura debe
hacerse cargo de estas nuevas circunstancias que la rodean y afrontar
las nuevas problemáticas con decisión. La buena arquitectura se
encuentra al servicio de la sociedad, y por tanto, debe estar abierta
a modificaciones e innovaciones constantes.
Dejemos que así sea.