Viajar
a Japón supone un salto cultural sin precedentes, pero esto es algo
que no sorprenderá a nadie. Al menos, no hasta que vaya
personalmente al país nipón.
Más
allá de todo lo que hayáis podido oír ya, puesto que este viaje no
sólo está de moda sino que se ha convertido en visita obligada
entre los más inquietos, me quedaría con:
Su
abarrotada y extravagante capital, donde el occidental, diría casi
más el europeo, se siente trasladado a otra dimensión en la cual
conviven la más absoluta educación, esa implícita elegancia y la
innata solemnidad de sus movimientos dentro de un orden
inquebrantable, con los barrios más estrafalarios en los que el
manga se convierte en la realidad y los humanos somos el cómic que
los entretiene;
El
cercano parque natural de Nikko en el cual todo queda relegado a un
merecido segundo plano dominado por la magnificencia de la naturaleza
en estado puro, con cascadas inabarcables, lagos infinitos y senderos
embriagadores;
La
melancólica contemporaneidad de kioto, en la cual los templos
invaden la trama urbana para recordar a sus habitantes aquel
esplendor que los engendró, bajo la atenta mirada del río que
deambula sin alardes por uno de sus laterales, puesto que es en
Arashiyama donde reivindica su auténtico protagonismo para regar el
bosque de bambú y deleitar al visitante con su imponente estampa;
La
naturaleza salvaje y casi virgen de Miyajima, una isla abrupta y
acogedora donde los ciervos y los humanos se funden con su
vegetación, sus ríos y sus playas;
La
ancestral ruta entre Magome y Tsumago que nos traslada a épocas
pasadas donde los trayectos eran una experiencia en sí mismos, en
los que disfrutar de la frondosa arboleda bañada de torrentes y
cascadas naturales bajo la constante amenaza del oso como posible e
inesperada compañía;
El
atrevimiento y la liberación de Osaka donde parece relajarse la
influencia del Tokio más estricto;
O
las aguas termales de Hakone, donde disfrutar de ese calor
indescriptible que tan sólo es capaz de generar la naturaleza
desatada de sus humeantes y a la vez frondosas laderas, bajo el
influjo del esquivo monte Fuji, a través de uno de los mejores
momentos del día, aquel en el cual recuperar el culto al cuerpo,
pero no desde la nueva tendencia a moldearlo, sino desde el punto de
vista del onsen, el baño más profundo y relajante donde aislarse
del mundo y su endiablado ritmo para concentrarse en el cuidado y
aseo de nuestra piel, nuestro pelo, nuestras uñas, nuestra mente.
En
definitiva, un recorrido tan variado como enriquecedor, a través del
cual descubrir nuestras más negadas virtudes y recordar nuestros más
que laureados defectos. Un ejercicio de autocrítica de lo más
placentero. Una “master class” de lo más sobrecogedora.
Todo
ello bajo el telón imperturbable que impregna cada rincón de este
maravilloso país. Un contexto continuo generado por sus infinitas
delicias gastronómicas, demostrando que hay mucha vida detrás del
sushi; esa comodísima eficiencia que permite que el mundo gire
siempre al mismo ritmo, sin fallos, sin retrasos, sin desidia, sin
faltas, sin reproches, sin malas caras, sin alardes. Porque, sí, una
de las cosas quizás más impactantes es que la amabilidad extrema es
tan sólo lo normal, que ser servicial no es algo que requiera el
mayor reconocimiento, que la actitud y las ganas de trabajar resultan
indiscutibles, que el error no siempre es aceptable; un mundo aparte
en el cual la tecnología y la naturaleza no son incompatibles, donde
la limpieza y el orden acaban por pasar desapercibidas, donde lo
extremadamente moderno convive con lo más tradicional e histórico,
donde lo vernáculo se potencia, lo innovador se admira, y lo
necesario se inventa.
Un
país del cual me traigo un sinfín de sorpresas agradables,
comandadas por esa impecable sensación de seguridad, en el sentido
más amplio de la palabra. Seguridad que se traduce en tranquilidad.
Tranquilidad que se traduce en disfrute. Disfrute que se traduce en
respeto. Respeto que se traduce en admiración.
Admiración
por sus múltiples virtudes y respeto por sus escasos defectos. No
dudo que los tendrán, por mi parte tan sólo puedo mencionar su
incapacidad para comunicarse, para compartir sus inquietudes, sus
opiniones, su atractiva cultura, sus interesantísimas costumbres.
Defecto compartido por ellos como anfitriones, y por nosotros como
maleducados invitados incapaces de aprender ni el más sencillo de
sus vocablos. Esa triste sensación de haber perdido una oportunidad
única de abrir un poco más nuestras mentes. Un mundo complejo en el
cual contrasta la saturación más absoluta de mensajes y señales
con la ausencia total de información. Infinidad de símbolos
ininteligibles e imposibles siquiera de adivinar. Un ejercicio de
intimismo forzado que nos obliga a dar un paso al frente y aprender a
marchas forzadas, más por intuición y ganas de ayudar, que por la
existencia de útiles referencias que nos puedan guiar.
Como
ejemplo el metro de Tokio, el cual destaca por su caótica red de
líneas entrelazadas bajo una paleta de colores tan extensa como, en
ocasiones, imperceptible. Dos empresas encubiertas bajo el mismo
plano de líneas, que nos guían a través de un sinfín de trayectos
de transición e innumerables tornos de control.
Un
placer para los amantes de la accesibilidad universal, si es que hay
alguno más como yo. Un alarde humilde y sin excesos que todo lo
baña, que todo lo alcanza.
Un
conjunto perfectamente ordenado en el cual destacan las hordas de
personas aparentemente iguales, cumpliendo a rajatabla el estricto
código de vestimenta laboral, escrito o no. Un grupo homogéneo y
mimetizado en el cual los matices son tan sutiles como obligados. Esa
necesidad de destacar dentro del guión establecido. Un afán por
encontrarse y valorarse a uno mismo sin por ello abandonar su
aceptado anonimato.
Pero
donde más me han sorprendido es en su forma de entender el espacio,
un espacio abarrotado de gente, pero donde tu ámbito vital es casi
sagrado, del mismo modo en que los edificios de estrechas fachadas
colmatan la trama urbana sin por ello tocarse. Esbeltas medianeras
separadas tan sólo unos centímetros, lo suficiente para
diferenciarse de sus vecinos, pero no como para destruir la armoniosa
melodía de sus iguales. Un individualismo de lo más colectivo, una
colectividad de lo más individual.
Un
país que en ocasiones parece trazado bajo el influjo de esas enormes
plumas estilográficas que con determinación y suavidad recorren el
mejor de los lienzos para recrearse en la sencillez más compleja, en
la complejidad más sencilla, que se esconde tras su espectacular
caligrafía.
Me
quedo con ese peculiar concepto de masa, su orden, esos
característicos y comunes matices diferenciadores, su magnífica
gastronomía, sus onsen, su simpatía, su seguridad, y su ejemplo
imborrable de pacífico respeto.
Muchas
gracias Japón, por esta inolvidable invitación a volver.
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