Si hace unas semanas dedicaba mis teclas a escribir sobre la maravillosa experiencia vivida en Japón, hoy ha llegado el momento de realizar un merecido homenaje a su arquitectura.
Sin
duda, estamos ante uno de los países con mayor tradición en materia
de diseño y son muchos quienes recurren a sus múltiples referentes
a la hora de afrontar un nuevo proyecto.
Mi
caso no es que sea diferente. Sin llegar a considerarme un erudito de
su arquitectura, reconozco que siempre me ha llamado la atención lo
minimalista de sus espacios, lo armonioso de sus jardines y lo
esbelto de sus fachadas.
Pero
ahora que he podido disfrutar estas virtudes en primera persona, no
puedo sino confirmar su indudable talento.
Empezaría
quizás con la verticalidad de sus líneas horizontales, o más bien
la horizontalidad que se esconde tras esas grandes estructuras
verticales que generan.
No
cabe duda que ser uno de los países más poblados, y a la vez ricos,
del mundo ha condicionado la manera en que apropiarse del territorio.
La elevada densidad necesaria, unido a lo reducido y limitado de su
superficie, ha derivado en ciudades muy verticales, que sin embargo,
destacan por sus múltiples niveles de horizontalidad. Hoy día son
muchas las ciudades modernas que recurren a la verticalidad para
acoger al mayor número de habitantes posible, pero en Japón me ha
sorprendido que cuanto mayor es la densidad, mayor es el número de
capas horizontales que la organizan.
Niveles
que se pueden apreciar especialmente en la red viaria de ciudades
como Tokyo, donde en algunos barrios se pueden apreciar hasta
3 niveles distintos en los que el vehículo se apropia de la ciudad,
o convive al menos con ella.
Este
curioso contraste, o interesante recurso, se aprecia ya en sus
edificaciones más tradicionales, donde los principales hitos
religiosos destacan por sus imponentes alturas, pero bajo el influjo
de las múltiples plantas que son especialmente remarcadas mediante
tejados con grandes vuelos. Un claro intento por marcar su
horizontalidad, pero que en comparación con el estilo europeo,
integra una elevación en el extremo de esos vuelos creando tejados
muy horizontales pero con tendencia vertical, como si al llegar a su
extremo se hubiesen arrepentido de renunciar a la ansiada esbeltez.
Un
aspecto tan llamativo como holístico. Desde las acumulaciones
infinitas de toriis en Kyoto, hasta las infinitas fachadas
medianeras separadas entre sí por escasos centímetros. Un
desarrollo meramente horizontal en su conjunto, pero que cuando la
cercanía nos permite apreciar sus detalles, destaca por su
espectacular esbeltez. Fachadas de dos y tres metros de ancho que se
elevan por encima de las diez plantas. Unas proporciones tan
descompensadas como elegantes.
Quizás
el paradigma de esta característica podría ser la monumentalidad
del monte Fuji, o la forma en que se erige en el barrio de
Asakusa una pagoda de cinco plantas junto al templo de
Senso-ji en mitad de una amalgama de quioscos concatenados a
su alrededor.
Pero
supongo que esos contrastes que tanto llamaron mi atención no son
más que el resultado del choque cultural y profesional que supone
esta merecida visita al país nipón.
Y
si llamativo resulta su dominio de la esbeltez más sutil, lugar
aparte merece su forma de afrontar el arte del paisajismo, la
jardinería, y la integración entre espacios interiores y
exteriores. Si en el sudeste asiático se podría destacar la forma
en que se diluye este límite mediante la disolución de la fachada
(aspecto sobre el cual ojalá algún día tenga tiempo de escribir),
en Japón es más bien un complejo ejercicio de detalle. Si bien los
edificios podrían recordar al estándar europeo en la composición
de su envolvente, la compartimentación en sí es la que se
“desmaterializa” parcialmente para generar una infinidad de
filtros, o veladuras con las que tamizar los espacios entre sí, pero
configurados como una indivisible unidad. Y esta es la forma en que
parecen definir sus fachadas, no como un límite frente al exterior,
sino como una veladura más en el continuo espacial que conforma la
ciudad.
Es
así como quizás cobra especial importancia el uso de los suelos.
Son los pavimentos los que contribuyen a una zonificación más
efectiva quizás que la generada por uno de nuestros tabiques.
Desde
el asfalto de sus múltiples vías rodadas hasta la tradicional
tarima de sus habitaciones, pasando por las múltiples texturas
diferentes que son capaces de emplear en un jardín. Sorprende
especialmente su capacidad para dominar el agua, la piedra, la arena,
y por supuesto la vegetación.
Una
vez más, la magnificencia de sus árboles, tan altos como
horizontales. Una especie de arce cuya hoja recuerda al icono de la
marihuana, pero que destaca porque sus ramas invaden en horizontal el
aire que los rodea, como si cada rama tuviese un único nivel en el
que existir y su objetivo consistiese en ocuparlo al máximo,
mientras sus ramas colindantes acatan con la misma obediencia este
requisito.
Como
resultado, esos característicos ejemplares de postal que muchos
imaginaréis en su versión reducida de los bonsáis, pero que
colmatan con gran belleza los jardines y parques más famosos del
país. Un magnífico equilibrio entre naturaleza y artificio, entre
respeto y artesanía.
Pero
si hemos hablado de su dominio de las alturas, de las veladuras y de
la naturaleza, parece evidente que no queda otra que sentarse y
disfrutar del papel que juega la luz en todo esto, la variedad de
escenas lumínicas distintas con que te deleita este irrepetible
entorno. Un entorno donde el agua contrasta con las montañas y el
verde inconfundible de sus paisajes, bajo el respetuoso pero masivo
influjo de la madera y el hormigón. Reflejos embriagadores, sombras
llenas de vida, caóticas masas de luminosos, y el más cálido
fulgor con que llenar cada estancia, cada rincón, cada espacio, por
gigantesco o minúsculo que pueda resultar.
Porque,
sí, el último de los contrastes no es otro que el de las escalas.
Ciudades enormes repletas de mínimos jardines en sus innumerables
accesos a edificios tan estrechos como anónimos. Paisajes
interminables conquistados por mantas infinitas de musgo. Estanques
casi domésticos inundados de majestuosas y más que crecidas carpas.
Monumentos grandiosos formados por la repetición seriada de
incontables pórticos de madera que no permiten el paso de más de
dos personas. Un edificio de un planta capaz de albergar una estatua
de más de veinte metros en su interior.
Por
todo ello, me quedo con los contrastes de Japón: ese estrés que nos
conduce a la calma del onsen; los baños termales interiores
comunicados con estanques exteriores hirviendo; las calles más
abarrotadas y modernas a las que acometen tradicionales
perpendiculares casi desiertas; lo inmenso de sus ciudades, lo
pequeño de sus espacios; lo contenido y organizado de sus días en
contraposición con lo escandaloso, extravagante y excesivo de sus
noches; o lo natural de sus urbes frente a lo artificial de su
naturaleza.
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