En
los últimos años todos hemos sufrido una enorme transformación
vital, aparentemente sin ser siquiera conscientes. Cada momento de
nuestra vida ha de estar asociado a una imagen que lo corrobore. Al
fin y al cabo, todo lo que no se registra, directamente no existe. Sé
que suena exagerado, pero cada día esta realidad es mayor, hasta el
punto de que si un momento no es fotogénico en sí mismo, deja de
tener valor social para nosotros. Si no nos genera una cierta
cantidad de interacciones socio-virtuales, no merece la pena
retratarla, y ni mucho menos vivirla.
Acabo
de regresar de un viaje donde la gente acudía a playas paradisíacas
para acercarse con cuidado a la orilla e intentar inmortalizar una
instantánea de lo mas veraniega, cuando el contexto real nos
devuelve una realidad paralela bien diferente.
Si
pudiésemos acceder a cualquiera de esas imágenes probablemente
veríamos a una persona feliz, disfrutando de un lugar casi virgen
sin más compañía que el supuesto realizador de la foto, si es que
este es necesario ya. Un agua cristalina, una arena blanca y fina, un
sol espléndido y radiante. Síntomas todos de un excepcional día de
playa.
Sin
embargo, la verdadera escena es algo más cutre, triste y
preocupante. Segundos antes de tan preciosa imagen, el protagonista
de la escena ha acudido a su enésimo photocall del día, en
un barco moderno donde le acompañan decenas de iguales con la misma
intención que él. Aterrados ante la idea de que el sol los roce
siquiera, se protegen bajo el techo de la embarcación, como segunda
piel que superponer a sus sombreros, gafas, prendas largas y en
algunos casos incluso parasoles.
Ante
el miedo al agua o incluso la incapacidad para nadar, asisto atónito
al despropósito que genera la embarcación en su intento por
alcanzar la arena, un lugar en el cual garantizar un desembarco seco
y seguro para los teóricos bañistas.
Alcanzada
la ubicación deseada tras una serie de innumerables y complejas
maniobras, hordas de turistas alocados acuden raudos hasta el mejor
“spot” posible. Ese en el cual evitar a sus compañeros de
viaje, sin acercarse demasiado al agua y sin alejarse en exceso de la
sombra mas cercana.
Empieza
el show con una secuencia indescriptible de posturas y “saltitos”
sacados del auténtico manual del viajero moderno, en la cual plasmar
toda la felicidad que les proporciona tan bellísima estampa. Los más
presumidos incluso desafían la incidencia del sol durante varios
minutos bajo la atenta y sorprendida mirada de sus compañeros de
viaje, quienes en gran número esperan ya ansiosos, agazapados bajo
la sombra, a que su barco les lleve a su siguiente atrezo, previa
maniobra aún mas arriesgada del obediente capitán.
Ante
esta realidad, me asaltan las siguientes dudas:
-
¿Qué significa esa foto para ellos? ¿Qué sentido tiene destrozar
el escenario con legiones de barcos que infectan e infestan tan
paradisiacos paisajes? ¿Por qué fingir una experiencia a cambio de
estropear la de aquellos que sí intentan vivirla?
-
¿Qué les impide recurrir a un póster como verdadero photocall
de sus próximas vacaciones? En el fondo eso sí resultaría un
engaño, ¿no? ¿Estaremos cerca de llegar a eso? Como poco les
resultaría más barato.
-
¿Para cuándo las fotos de los catálogos con los paisajes reales,
llenos de hoteles y atestados de gente?
-
¿Seríamos capaces de viajar hoy día si nos prohibieran hacer
fotos, o como poco compartirlas?
Veréis,
no tengo nada en contra de la fotografía, la cual considero un arte
que muchos nos empeñamos en trivializar y desprestigiar. También
soy consciente de que para poder disfrutar de los sitios, se
requieren unas mínimas infraestructuras, y que si se pretende que
estas estén al alcance de la mayoría, se necesita una gran cantidad
de ellas para no caer en un lujo basado en la exclusividad. Incluso
que todos tenemos derecho a vivir nuestra vida como queramos. Vale.
¿Pero
hasta qué punto hipotecamos el producto para poder venderlo? ¿Hasta
qué punto lo privamos de su verdadero valor añadido en pro de masas
inconscientes en busca desesperada de imágenes que simulen
experiencias inolvidables? ¿Hasta qué punto merece la pena
universalizar lugares tan vírgenes y salvajes?
Igual
es que no deberíamos acudir a estos lugares en masa. Igual no
deberíamos tener la oportunidad de acudir a estos rincones tan
remotos, sino disfrutar de aquellos que realmente estén a nuestro
alcance.
Y
lo que es peor, ¿hasta dónde estamos dispuestos a llevar la mentira
con tal de ser socialmente aceptados?
Hola Álvaro:
ResponderEliminarMarc Augé tiene un texto en el que trata este tema dentro de una reflexión más amplia sobre el turismo de masas. A continuación transcribo un breve fragmento. Un abrazo
"En una época en la que el espacio público se encuentra en buena medida invadido por la imagen, en la que el espacio público es tributario de la imagen, la 'pulsión escópica' de quienes parecen soñar con meter el mundo en su caja negra tiene el valor de un síntoma. Con su actitud, proclaman su adhesión o su sumisión a un mundo en el que la opinión pública es incitada a formarse en la televisión. Dado que sueñan con ser vistos por ella, reconociendo de ese modo el poder que ejercen sobre ellos los cazadores de planos, no deberían ignorar que, al esforzarse en filmar el mundo, pretenden dominarlo [...]."
Marc Augé, "Turismo y viaje, paisaje y escritura", El tiempo en ruinas (Gedisa, 2003)
Hola Angel! No conocía el texto. Gracias! Se expresa un poco mejor que yo, pero bueno. jajaja. El caso es tener en cuenta esta realidad que nos invade y de la cual no sé si somos del todo conscientes. Un abrazo.
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