Mucho se ha hablado ya acerca del
manido tema del color. Muchos son los profesionales que han decidido
dedicar su tiempo a entender el papel que este elemento juega, ha
jugado y jugará, en la arquitectura de nuestras ciudades. Un sin fin
de debates, discusiones, referencias históricas y esfuerzos
convencidos.
Sin embargo, durante años, he de
reconocer que he sido de los que han logrado sobreponerse a tal
dilema, concibiendo una arquitectura austera, en la cual el color se
veía relegado a una simple circunstancia derivada del uso de un
determinado material. Anclado en la supuesta corrección de esta
filosofía, he llegado a tachar de gratuito, banal, trivial o incluso
artificioso, algunos ejemplos observados entre mis compañeros.
Consideraba innecesario ornamentar la arquitectura, ya que lo
entendía como una evidente carencia del diseño, un esfuerzo
desesperado por animar lo inanimado, por disimular otras vergüenzas,
o maquillar una realidad no tan alegre y divertida.
Pues bien, a todos aquellos que se
hayan podido dar por aludidos en estas palabras, lo siento.
Una vez más en mi vida, me enorgullece
reconocer un error, desde el pedestal en el cual me sitúan los
nuevos conocimientos adquiridos. Si algo hay bueno en esta vida, es
saber reconocer los errores y aprender de ellos.
No es que entienda ahora el color como
la panacea de mi profesión, ni que antes tachara de anticristo la
pigmentación de una intervención. Más bien, acabo de abrir un poco
más mi mente, hasta asimilar que el color, en sí mismo, no es sino
un elemento más del complejo rompecabezas que supone todo proyecto,
y lo más importante, un recuerdo humano y sutil de que nuestras
obras se conciben para ser albergadas y habitadas por personas, no
siempre tan preparadas en la materia, pero, sin duda, más que
expertas en el arte de la vida.
En numerosas ocasiones he criticado la
ausencia total de conocimientos por parte de la inmensa mayoría de
ciudadanos, hasta el punto de no interesarse por lo que ocurre en su
urbe y aprender a demandar mayor calidad. Aunque no sería justo,
obviar por mi parte, la gran cantidad de ocasiones en las cuales he
demandado a mis compañeros un mayor interés por el usuario final de
nuestras intervenciones, quien más o menos instruido en el tema,
tiene el mismo derecho que el resto a disfrutar de esos espacios que
nos empeñamos en diseñar para ellos.
Por todo esto, me gustaría predicar
con el ejemplo, y en pleno ejercicio de autocrítica reconocer estas
líneas.
Tras años de guerra insensata contra
el uso indiscriminado del color, me siento aquí para ofrecerles mi
nueva perspectiva profesional. Un lienzo en blanco en el cual
permitiros confrontar mis inquietudes y planteamientos más íntimos.
Como les decía, hasta hace poco
tiempo, entendía la arquitectura como una serie de actuaciones
tamizadas por la hiperrealidad de criterios económicos, funcionales
y estéticos, donde el minimalismo representaba un fuerte compromiso
con mi conciencia responsable y humilde. Pese a ello, la experiencia
me ha permitido gozar del bello deambular que supone vivir una ciudad
y convivirla con tus iguales. A lo largo de ese camino, me sorprendo
entusiasmando con la idea de que, mi humildad, paradójicamente, ha
terminado por llevarme a un nuevo promontorio desde el cual observar
prepotente a aquellos que, resignados, se acostumbran a sobrellevar
tales novedades, en ocasiones, incómodas.
Tan denostable es quien se cree en
posesión de la verdad absoluta, como quien consciente de su
necesidad por descubrirla, nunca llega a encontrarla y se rinde a
ello.
Dicho esto, me gustaría emplear estas
palabras para devolver al color lo que considero suyo. Reconocer
desde mi error, la importancia del uso de un ornamento tan básico,
con el fin de humanizar nuestros trabajos, tender una mano cálida y
cercana hacia nuestros usuarios, no por una necesidad personal, ni
mucho menos por propio interés, sino porque es parte indispensable
de esta, nuestra profesión. Sí, en ocasiones se hace un mal uso de
este y otros elementos, como parte de un virus peligroso y letal, el
del famoso “gesto”. Esa muestra innecesaria y por otra parte,
lógica, de subjetividad, ese intento por dejar huella o aportar.
Pero esto no convierte al color en enemigo, sino a aquellos que no
saben utilizarlo.
Confío en que sepan entender este
pequeño alegato como una disculpa tan personal como alocada, en la
cual recuperar mi estado de equilibrio creativo, recuperando
elementos, por desgracia, olvidados en lo más profundo de mis
adentros.
Veremos a dónde me lleva esta nueva
etapa. De lo que sí puedo estar seguro, es de lo satisfactorio que
resulta no parar de aprender y disfrutar con la bellísima y compleja
interacción entre ciudadanos y arquitectos.
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