Que nadie se asuste, no voy a hablar de política (ni de
sexo). Prefiero hablar mejor de aquello de lo que se supone que sé.
Si todos hiciésemos lo mismo... en fin, nada que no sepáis
ya.
Sin embargo en esta gélida tarde me dirijo a vosotros para
hablaros de lo importante que es la labor que desempeñamos los arquitectos, y
más importante aún la experiencia adquirida en primera persona, dicho de otra
forma, las consecuencias derivadas de nuestros diseños y decisiones.
¿Por qué os comento esto? Pues supongo que porque tras años
de estudios universitarios en la materia, otros tantos de experiencia
profesional y un proceso continuo de formación, me enfrento cada día con una de
las mayores representantes docentes que existen en la actualidad, la vida.
Voy a intentar situaros: son aproximadamente las 20h de un
20 de enero de 2012, mi ubicación ronda los 36º de latitud Norte, y me
encuentro en una habitación de aproximadamente 6 metros cuadrados. El
ordenador, como principal fuente de calor se esfuerza en compensar el
desequilibrio térmico existente, mientras mi cuerpo decide en una actitud algo
más realista, rendirse a la evidencia y observar impasible el flujo negativo de
calor. Podríamos pensar que el invierno, con pleno derecho, ha decidido hacer
su aparición, tardía pero implacable. Pero no. No es el invierno quien provoca
esta desazón. A través de la ventana diviso a insensatos transeúntes que se
enfrentan a la intemperie sin mayor protección que un estiloso abrigo de
entretiempo. La imagen me escama, mientras me empeño en estirar mi jersey para
evitar la visita de los vientos polares que alguien parece haber invitado al
interior de mi vivienda.
[Parón inevitable debido a la necesidad indiscutible de
reforzar mis vestiduras]
De no ser por mi deformación profesional, achacaría mis
temblores nerviosos, mi tensión mandibular y el dolor en mis manos a cuestiones
de salud. Sin embargo, intento combatir dichas bajas temperaturas con la prenda
térmica de snowboard que he decidido vestir mientras escribía el párrafo
anterior, como única arma defensiva ante la más que posible hipotermia que me
espera tranquila y confiada, a sabiendas de que es la historia de una muerte
anunciada, una lucha en la cual sólo falta por determinar la fecha exacta de la
derrota. Ello me demuestra que se trata de una realidad más que tangible e
independiente de la condición física de cada individuo.
Pese a ello, parece que una parte remota de mi ser, cerca
del cerebro, se muestra aún revolucionaria, logrando constatar que hay una
explicación más objetiva y evitable. La única razón por la cual me veo sentado
en la silla con un chaquetón de invierno de máximo aislamiento, es la herencia
maquiavélica de mi profesión. El resultado de una tipología fallida, revestida
por cerramientos mal diseñados y ajenos a su contexto, confiados en la
benevolencia de un clima que, aunque sólo sea de vez en cuando, se presenta
tímido y cabizbajo para traernos lo que por lógica nos tenía guardado y que no
ha podido retener más.
Estoy harto de escuchar eso de: en la arquitectura... está
ya todo inventado.
Tienen razón, está todo inventado, hasta lo malo, y es por
ello que no podemos excusarnos en la ignorancia para permitir ciertas
atrocidades. Vivo en una de las cuatro viviendas situadas en un bloque aislado,
tipo torre, frente a una vía urbana transitada, habitada y de anchura
considerable. Sin embargo, el azar, unido a un equipo de profesionales
tiranizado por el valor del dinero, me han deparado una inmensa sorpresa,
resulta que mi vivienda ha sido la afortunada en el reparto de orientaciones y
me ha tocado disfrutar de unas maravillosas vistas al norte, al noroeste, para
ser más exactos.
Quizás a algunos esta afirmación no les diga nada, así que
lo voy a traducir: resulta que vivo en un habitáculo situado de tal manera que
no recibe el sol durante los meses de invierno, mientras que en verano se
esfuerza en acoger todos los rayos de sol tardío que existen; de hecho, mis
facturas de la luz pueden confirmar que no se le escapa ninguno. Es como vivir
en un país nórdico pero sin aurora boreal y con conexión directa al verano
saharaui. Además, los cerramientos tienen tan poco espesor y aislamiento que no
son capaces de suavizar este desequilibrio o almacenar energía de cara a la
noche. Eso sí, acabar con las técnicas constructivas que crearon nuestros
antepasados tras años de ensayo-error, nos permite disfrutar de la
magnificencia de un ventanal amplio y valiente orientado hacia el paradigma de
la belleza urbana, un bloque igual de temerario que el tuyo y repleto de
máquinas horrendas destinadas a suplir las citadas deficiencias térmicas de la
envolvente.
Por todo ello me aventuro a deciros, queridos compañeros,
que no existe mayor aprendizaje que el sufrido en carnes propias, lo cual me
anima a compartir mi vivencia con la firme intención de evitaros este mal trago
y transmitir un mensaje claro y conciso:
No somos arquitectos porque lo diga nuestro título, somos
arquitectos porque la sociedad necesita que alguien se encargue de diseñar los
recursos habitacionales requeridos para el desempeño de las diferentes
actividades vitales que componen nuestra cotidianeidad actual. Es por ello, que
debemos ser profesionales y asumir esta responsabilidad desde la concienciación
ciudadana. Nuestras decisiones son disfrutadas o sufridas por terceras personas
que invierten gran parte de sus vidas en pagar estos bienes que algún día
decidimos firmar. El matiz positivo o negativo en esas experiencias depende
únicamente de nosotros, las excusas de tipo económico no son más que eso,
excusas. Igual que debemos educar a la sociedad para que aprendan a valorar la
buena arquitectura y rechacen todo lo que no lo sea, debemos predicar con el
ejemplo y no aceptar encargos o soluciones arquitectónicas insostenibles, por
muy rentables que puedan resultar para sus promotores o nuestros propios
estudios.
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