No sé si estarán familiarizados con el mundo de la
arquitectura, o si conocerán los diferentes aspectos que encierra esta
profesión. Yo aún sigo intentando entenderlos.
Pese a ello, habrán oído en infinidad de ocasiones cómo la
gente se refiere a la arquitectura como un nombre propio seguido de multitud de
apellidos diversos, todos ellos de corte populista e interesado, vinculados a
las diversas tendencias existentes. Por ejemplo, conceptos como bioclimática, sostenible,
accesible, moderna, vernácula, funcional, minimalista, tecnológica, son algunos
de los compañeros de viaje que custodian a nuestra profesión a lo largo de su
carrera, unas veces con mayor acierto que en otras.
No estoy aquí para criticar los adjetivos que caracterizan
la arquitectura, ni para negar determinadas características que, sin duda,
definen esta inabarcable e interesante profesión. No. Más bien estoy aquí para
matizar algo muy simple pero fundamental. ¡Señores! La arquitectura, me van a perdonar,
jamás podrá ser definida por estos calificativos que nos empeñamos en añadir a
la ecuación para ganarnos el favor de un determinado colectivo social. No. Me
niego a aceptar que alguien se permita el lujo innecesario de referirse a su
arquitectura como bioclimática, cuando, con todos mis respetos, la clave de
este debate es aclarar que el citado apellido (bioclimática) no es más que un
factor inherente a la propia arquitectura, una característica tan importante
como evidente.
Y déjenme que les explique esta afirmación. Cuando alguien
apoya lo que ciertos visionarios decidieron calificar de tendencia innovadora,
no hace sino calificar al resto de actuaciones del sector como no
bioclimáticas. Es decir, deja abierto un hueco de paso por el cual la mala
arquitectura es invitada a entrar a nuestras ciudades. Definir algo tan obvio e
incuestionable como innovador, no hace sino asumir que la arquitectura previa
no tiene por qué barajar cuestiones bioclimáticas. Esto no es como la
alimentación, donde el término BIO responde a una serie de requisitos químicos
asociados al proceso de creación de los nutrientes. No. La arquitectura es un
arte, una ciencia, dedicada a la creación de espacios al servicio del ser
humano y sus necesidades vitales. Dicho de otra forma, la arquitectura no
bioclimática, en mi opinión, no es merecedora de este nombre propio, no es
arquitectura. Y como tal, debemos dar un paso fundamental en el proceso de
renovación y actualización de la profesión, debemos retirar las cimbras que
sostienen la estructura, para permitir que sea la nueva creación la que se
estabilice y ejerza la función para la cual fue creada. Debemos avanzar, negar
lo intolerable para consagrar lo asumido y pensar en lo deseable.
Me enerva que la gente hable de arquitectura accesible, yo
el primero, en un plausible esfuerzo por concienciar a la sociedad de una
evidencia pasmosa, la arquitectura debe responder a las necesidades de los
seres humanos, a todos por igual, sean cuales sean sus cualidades.
Poco a poco, empezamos a incluir los resultados de esta
preocupante actitud, dentro de la normativa que afecta a la profesión en
global, como uno de los múltiples aspectos a regular dentro de toda actuación
arquitectónica.
Es por ello, que deberíamos entender como superado el primer
hito de esta importante tarea, mostrar a la sociedad aquello por lo que debe
preguntar, aquello que debe exigir, aquello que no puede jamás aceptar.
¿Saben por qué escribo esto hoy, tras años de investigación
autodidacta en materia de accesibilidad? Muy sencillo, he aprendido que somos
los técnicos quienes debemos marcar el camino del desarrollo en nuestra
profesión. Somos nosotros quienes dedicamos nuestro día a día a estudiar e
investigar acerca de la arquitectura, y por tanto, somos nosotros quienes
debemos guiar a la sociedad en lo relativo a nuestro sector, del mismo modo que
son los médicos quienes nos informan y aconsejan en materia de salud. En este
sentido, hemos logrado la primera base, ahora es momento de empezar a esbozar
la segunda, para permitir que el grueso de la sociedad la vea.
No hace mucho, cometí uno de los más hirientes, lamentables
y por el contrario, ilusionantes errores que he tenido que reconocer desde que
me licencié. No hace mucho, durante el proceso inicial de diseño de una
vivienda particular, olvidé dibujar la rampa de acceso a la vivienda que
garantizaba la accesibilidad universal en la misma. ¿Saben lo que eso supone
para alguien interesado en autodenominarse experto? Un desastre. Sin embargo,
este preocupante incidente, dio lugar a una de las mayores alegrías que jamás
pensé que viviría. No fui yo quien detectó tal error. No. Fue mi cliente quien,
tranquilamente, esperó a que terminara de explicar mis bocetos, para decirme:
- Me encanta la idea, pero, ¿cómo se supone que accede a la
vivienda la gente?
-
Por este acceso, señalé ignorante.
- No, me refiero al acceso universal, aquel por el cual
pueda acceder cualquiera, incluidos nuestros mayores.
Entonces, en ese mismo instante, mi mente sufrió un huracán
de sensaciones contrapuestas. Acababan de exigirme que la vivienda fuese
accesible. No había necesitado explicarlo. No había necesitado convencerlos de
que no era un gasto innecesario. No. Simplemente me demandaron algo tan obvio
como la necesidad de contar con un dormitorio. Con la relajación de quien sabe
que no puede ser sino un error.
Y así es, señores, sin duda, este fue uno de los errores más
instructivos y esperanzadores que nunca he cometido. Un hilo de esperanza que
me invita a pensar que la gente ya está preparada para el siguiente paso.
Debemos ya olvidarnos de lo comercial y lo políticamente
correcto. Debemos dejar de vender obviedades. Debemos dejar de dar cobijo a los
irresponsables, a base de añadir coletillas con el afán de valorar a los que
han hecho bien su trabajo como aparente recompensa por ser responsables y
competentes, enmascarando un interés personal muy humano pero intolerable.
Dejemos de tachar lo normal como algo bueno, para empezar a
considerar que es lo bueno lo que realmente deberíamos considerar como normal.